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domingo, mayo 19, 2024
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    La inmigración del siglo XXI: Los planteamientos teóricos son necesarios; pero inútiles si no se aplican

    Por Miguel Palou-Bosch
    Escritor
    Especial para
    Baleares Sin Fronteras

    Hernando Valencia, en su Diccionario de los Derechos Humanos (Espasa Calpe, Madrid, 2003), nos recuerda la afirmación kantiana: “obra [tú] de tal manera que así lo hace la humanidad en ti, y no tengas miedo de los otros; sino siempre considera tu influencia en los demás como el fin más elevado”.

    Es decir, fluye aquí un principio esencial: el de la solidaridad universal entre todos los individuos. Otro personaje, el estoico Meleagro de Gadara, también afirmó: “la única patria, extranjero, es el mundo en que vivimos; un único caos produjo a todos los mortales”. En consecuencia, todos los seres humanos tenemos derecho natural a vivir en cualquier lugar del Planeta; la Tierra es de todos. Por otra parte, todos somos el fruto de cierto desorden que nació cuando la comunidad tribal se amplió creando las civilizaciones.

    Los cercos y fronteras los pusieron primero los reyes y emperadores, que creían verdaderamente que sus reinos eran de su propiedad, como si de una finca se tratase. Es cierto que en la Edad Media la realeza, incluso la nobleza firmaba la protección de sus súbditos, a cambio de que éstos produjeran para aquéllos, pero no siempre se llegaba a proteger del todo; y, por otra parte, la pobreza se extendía a la mayoría de la población. Recordemos que, a modo de comparanza, en 1789, en París, había aproximadamente un 80% de paro; y estos parados no tenían ningún tipo de subsidio: vivían en la auténtica pobreza, mendigando, robando.

    Se modificaron, verdad es, las formas de Estado. Los reinos totalitarios desaparecieron en Europa. Se creó el sistema tridimensional del poder. Los reyes ya se deshacían de su autoridad judicial y de la potestad de legislar. Y más tarde se les quitaría también el poder ejecutivo. Pero, incluso así, siempre ha existido un sector social con menos posibilidades que otros. Después de la Segunda Guerra Mundial, Europa cambió y se equilibraron bastante los estratos sociales: la clase media surgió y se amplió, eliminando mucha miseria. Pero de ello ya hace mucho tiempo. La actualidad del siglo XXI es distinta.

    La guerra y la pobreza se sigue extendiendo y multiplicando por los continentes de África y América. Y los grandes magnates monopolizan, a través de su exagerada especulación, la política, la economía, el trabajo, la formación e instrucción tanto elemental como superior; y juegan también con la inmigración (promueven leyes que los inadmitan, que los devuelvan; y, por otra parte, luego los contratan a sueldos inferiores al mínimo legal).

    No obstante, entiendo que existe un sentido moral sobre la interpretación que pueda tener un nativo europeo, y en nuestro caso español, que no puede directamente imputarse a la conducta de la clase opulenta. El ciudadano normal, en sus distintos estratos sociales, también resulta contrario a la inmigración, se siente, diríamos, invadido por culturas que no le son propias, se siente amenazado. Cuando, en realidad, la amenaza no está en el pobre inmigrante, sino en la forma como la Administración Pública gestiona y dirige la cuestión.

    ¿Acaso, una persona, no tiene derecho, no ya a ser feliz, sino a evitar, por su propia naturaleza, el sufrimiento? Escapar de la persecución, de la guerra, de la violencia, del miedo, de la pobreza, ¿no es lícito? ¿No es entendible que los individuos de este Planeta intenten encontrar una más favorable condición de vida?

    Por otra parte, existen ya convenios y acuerdos, obligaciones internacionales firmadas que deberían cumplirse; si no, qué sentido tiene firmar tanto protocolo o documento. El asilo, el refugio son conceptos que la Administración no quiere aceptar, no quiere aplicar en su sentido práctico, operativo. Si Europa resulta, y España en particular, tan hostil al inmigrante, como ya dice Eric Hobsbawn (Valencia Villa, 2003), Europa se convertirá en una maquinaria “para evitar la inmigración”. Y esto nos llevaría a la auténtica hipocresía; porque tanto la Declaración Universal, como los convenios internacionales, como la misma filosofía cristiana y la misma socialista promueven, y se enorgullecen, de atender a los que más lo necesitan, a repartir las riquezas, a entender lo que significa la “apatridia”, el “asilo”, la “extranjería”, la “xenofobia”, el “refugio”, el “racismo”, las “nacionalidades” y los “nacionalismos”. En consecuencia, este orgullo por defender unos derechos, por promover una conducta individual y grupal basada en el respeto, la solidaridad y la igualdad, si no se materializa, pierde todo su sentido. Los planteamientos teóricos son necesarios; pero inútiles si no se aplican.

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